Continúo con la historia de mi Camino de Santiago de invierno de 2007.
No continúes leyendo si no has leído la primera parte de esta trilogía.
Bien, pues allí estaba Guillo, en el albergue San Esteban de Castrojeriz con otro peregrino que se comportaba de forma extraña. Y con todo un día por delante.
A ver, cuando digo de forma extraña me refiero a que estaba todo el rato como meditando y haciendo movimientos con las manos; bebía agua caliente, comía cebollas crudas, las cuales combinaba con natillas, y parecía como colgado en otra dimensión… Cosas de este tipo. Se le intuía como que estaba pasando por cierta dificultad, pero a la vez estaba bien…
El día anterior habíamos estado hablando de él y Javi había dicho que le parecía un loco. La verdad era que sí daba un poco de inquietud.
Yo andaba cojeando por el albergue, de la litera a la cocina y de la cocina a la litera. Las piernas me dolían mucho después de tantos días de caminar sin descanso.
Observaba a ese chico y dentro mío iba creciendo la certeza de que tenía que abrir una puerta de comunicación con él. Así que, sin más, en un momento dado me acerqué a él y le dije: «Oye, no sé qué te pasa ni si tienes algún problema, pero si necesitas algo o hablar o lo que sea, puedes contar conmigo».
El tipo me miró con una mezcla de estupor y curiosidad, durante unos segundos, y no me contestó nada. Para variar.
No fue hasta dos horas más tarde, creo, que se acercó y me dijo: «Hola. ¿Te importa que hable contigo?». ¡Vaya, tenía lengua! Y contesté: «No, para nada, ya te dije que si necesitas algo y yo te puedo ayudar, pues aqui estoy».
Y empezamos a hablar de todo tipo de cosas. No lo recuerdo muy bien, pero creo que me dijo que había salido hacía unos días y que andaba haciendo el Camino con una pequeña mochila.
Enseguida sentí una conexion con esa persona, una afinidad, sí, la que desde el principio me había empujado a comunicarme con él. Por supuesto, pronto salió el tema espiritual y estuvimos charlando de mil cosas en la cocina del albergue.
Le dije: «Yo soy Guillem. Oye, por cierto, ¿tú cómo te llamas?».
Se me quedó mirando y su cerebro pareció procesar información durante un breve (pero largo) segundo… Luego soltó robóticamente, como si se lo estuviera inventando: «¡Miguel!». Y yo: «Ah, vale, Miguel».
Lo que recuerdo con mucha claridad es que, en medio de la conversación, me preguntó: «Oye, ¿tú conoces una cosa que se llama Reiki?». Le dije: «Claro, yo soy maestro de Reiki y hace unos años que lo practico».
Sus ojos se abrieron de par en par. «Oye, ¿me harías un poco de Reiki, por favor?», me preguntó. A lo que añadí: «Claro». E inquieto, prosiguió: «¡¿Y qué tengo que hacer, cómo me tengo que poner?!». Era como si se le hubiera abierto el mundo entero.
Total, que le dije que se pusiera estirado en la litera y empecé a hacerle un rato de Reiki. Y al acabar la sesión empezó a hacerme preguntas. ¡Decenas de preguntas! Todas sobre cosas espirituales.
Y allí estaba yo, sentado en una silla, y él estirado en la litera, y eso parecía la película del exhorcista pero en versión buena. Yo hablando y hablando sobre todo lo que te puedas imaginar de la Nueva Era y el colega mirándome y escuchando con una sonrisa de oreja a oreja.
Creo que estuvimos así por lo menos un par de horas. Yo hablando y el escuchando. Y en un momento dado, mientras yo andaba completamente absorto en mi discurso de chakras, dimensiones, intuición, canalizaciones de Maestros Ascendidos y no sé cuántas cosas más, Miguel entró en trance…
Ya te lo digo, como la peli del exhorcista pero en benévolo. Cerró los ojos y le empezó a temblar todo el cuerpo. Yo me asusté un poco, pero la inercía de mi discurso era intensa y segui hablando. Y hablando y hablando.
Al cabo de un rato volvió en si. Todo parecía bien. Ni siquiera le pregunté que le había pasado. Daba igual. Ahí se había producido una comunicación, una transmisión de Energía, una conexión… Algo que era necesario y natural, y ya está. No le di más importancia.
En estas, yo volví a mi litera a descansar un rato más y ya se hizo de noche.
Nos encontramos más tarde en la cocina para cenar. Resulta que ese día no había llegado ningún peregrino nuevo al albergue. ¿Casualidad?
Y continuamos charlando, ya con la confianza de dos buenos amigos. Y él continuaba bebiendo agua caliente y comiendo cosas extrañas. No sé, cosas que yo no comería.
Saqué mi cámara para hacerle una foto, para hacernos una foto juntos, y así tener un recuerdo. Como hacía con todos los otros peregrinos con que me relacionaba.
Me dijo: «¡No, por favor, no me hagas fotos!». Me sorprendió un poco su vehemencia.
Pues bueno, y así estando sentados en la mesa de la cocina, ese chaval delgado de veintilargos, pelo castaño hasta los hombros y grandes ojos almendrados de color miel, me miró y me dijo: «oye, Guillem, tú sabes que hay extraterrestres entre nosotros, ¿verdad? Quiero decir, gente que parece normal pero que en realidad son extraterrestres y que están aquí en la Tierra. ¿Sabes que existen, no?».
Y yo me quedé petrificado durante un instante…
Una gota de sudor frío bajó por mi espalda y tragué saliba. No lo voy a negar, me inquietó la situación.
Contesté rápido para que no se me notará el ligero miedo: «Quizá tú eres uno de ellos», afirmé…
…
En un próximo artículo (de acceso libre) te cuento lo que Miguel contestó y qué pasó después.
Si quieres, puedes dejarme tus hipótesis o impresiones en la sección de comentarios. Gracias.
